Portada Revista 1 

Por José Antonio Moreno Durán

Hay determinados ofrecimientos o colaboraciones a las que uno no puede ni debe negarse, sobre todo cuando media una deuda de eterna de gratitud con el peticionario. Me pide Casado, José Luis, incansable agitador cultural de la adormecida y sitiada ciudad de San Pedro, un pequeño texto para incluir en el blog (horrible neologismo) que está construyendo, y gustosamente pierdo unas horas de mi valioso y siempre desperdiciado tiempo en acudir presto a la ayuda solicitada. No en vano, J. L. Casado fue pieza indispensable en la publicación de mi primera y única novela. Sin sus consejos, correcciones y ayuda editora difícilmente mi obra hubiese visto la luz. Pero es que además, por si esto no fuera poco, la extinta y primigenia web de Rosa Verde también fue determinante en mi proceso de creación literaria.

El amor a la vida contemplativa que he procurado cultivar en algunos momentos de mi  existencia, o el consumo de sustancias alucinógenas en mi juventud, o tal vez mi predestinación zodiacal, pues soy Piscis y como buen exponente de este signo me paso el día soñando,  me ha permitido disponer de un pequeño ramillete de delirantes teorías existenciales impropias de un enemigo declarado de la Filosofía y su insana costumbre de sacar conclusiones por medio de la abstracción. Puede que por eso, en contraposición, ame la Historia: datos, fechas, relaciones… concreción frente a la terrible y fría abstracción. Una de esas extrañas ideas que pululan por mi cabeza consiste en pensar que determinados acontecimientos de nuestra vida son almacenados en nuestra memoria como si algo o alguien nos estuviese grabando en vídeo o fuésemos figurantes, espectadores o protagonistas de un rodaje cinematográfico mientras el hecho en sí se produce. Así, yo tengo recuerdos donde diríase que un director de cine utiliza todas las técnicas del medio para que mi mente archive un determinado momento de una forma en que a mí me fue imposible vivirlo, aunque por supuesto es del todo punto veraz la evocación de los hechos. Por ejemplo, si una anécdota del pasado me viene a la cabeza y transcurrió en… supongamos un parque, mientras caminaba con un amigo y departía con él,  las imágenes que me manda mi cerebro pueden ser muy bien las de un plano cenital o un travelling lateral. Mi recuerdo no se ciñe a lo que mis sentidos captaron en ese instante, mi mente procura jugar particularmente con la imagen, adornando el contenido de lo sucedido para que sea estéticamente más agradable. Quiero pensar que también influirá en esta extraña percepción del pasado mis ínfulas literarias, a lo mejor la costumbre de ficcionar basándome en la realidad que me rodea es consecuencia o causa de lo antedicho. Creo que la mayoría de nosotros mantenemos de manera inconsciente una relación ancilar con el lenguaje visual, se ha impuesto con tal fuerza que sin él somos incapaces de entender o explicar lo que nos rodea, llegando incluso a adquirir, como es mi caso, una inexplicable vida propia. «Yo nací, permitidme, yo nací con el cine», dijo Rafael Alberti para explicar, y ahí es nada, la época que le había tocado vivir; pero es que nosotros, los hombres y mujeres de esta generación, no podemos ya prescindir de la imagen, a la cual hemos adaptado o supeditado cualquier forma de comunicación o información con el prójimo y con nosotros mismos.

El párrafo anterior, que tanto trabajo me ha costado hilvanar, y al que estoy seguro que algún amable lector del blog le pondrá nombre y apellidos, porque de sobra sé que alguien antes que yo lo habrá padecido, explicado y acotado con muchísima más coherencia que este humilde aprendiz de escritor, sirve para exponer cómo fue mi primer encuentro con Rosa Verde. O habría que decir, para ser más exacto, mi reencuentro con Rosa Verde.

No sé cómo, pero algún ejemplar de la revista editada por la Escuela de Adultos de San Pedro y coordinada por Casado, a la sazón profesor del Centro, llegó a mis manos siendo un adolescente. La impresión que me causó fue notoria, porque denotaba ilusión por divulgar las tradiciones, costumbres e historia e historias del pueblo. El hecho de que la revista se llamase Rosa Verde ya era una auténtica declaración de intenciones, pues si mi memoria no me falla es un cuento de la zona que fue recopilado a principios del siglo XX por un escritor o estudioso norteamericano amante de la cultura y folclore popular.

Rosa Verde, afortunadamente, vuelve a cruzarse en mi camino hace siete u ocho años. En mi lúgubre cuartucho de Porte de Montreuil, Paris, andaba devanándome el cerebro a la búsqueda del mejor enfoque que podía darle a la novela que pretendía escribir. Era una fría tarde de invierno y ya había esbozado algún que otro inicio: varios capítulos, rotos en mil pedazos, llenaban la papelera. Llegué a la conclusión de que la mejor manera de desarrollar la novela era utilizar una saga familiar que se fundiese cronológicamente con el origen y desarrollo de la colonia de San Pedro. Esto me daría entera libertad para contar la historia local, que a su vez influiría en el devenir histórico de la familia,  con elementos de la misma que también aportarían su granito de arena en la configuración del San Pedro que hoy conocemos. Recuerdo que el «eureka» me excitó, por fin había encontrado una estructura que me satisfacía, un hilo narrativo  que me permitiría modelar mi criatura como yo deseaba. Sin embargo, de pronto, mudé de estado de ánimo, me sumí en la desesperación más absoluta, una pregunta para la que no encontraba respuesta comenzaba a atormentarme: ¿Dónde podía documentarme sobre la historia de San Pedro? No bastaba lo poco que yo podía recordar de la lectura del libro de Fernando Alcalá dedicado al marqués del Duero y su obra bien hecha (San Pedro), ni las informaciones fragmentarias de publicaciones históricas, caso de Cilniana, de las cuales, dicho sea de paso, recordaba muy poco. Tan sólo disponía de unas fotocopias de la biografía de don Manuel de la Concha sacadas del Espasa Calpe de la biblioteca del Instituto Cervantes. Cabía el recurso de pedir que me enviasen de casa los libros y revistas que necesitaba, pero estaba seguro de que enloquecería durante la espera. Mi imprevisión, si vale la excusa, era sólo achacable a la propia génesis del libro, ya que mi pretensión inicial era comenzar utilizando las historias orales que mis abuelos paternos me habían transmitido, un periodo de la historia contemporánea donde me podía desenvolver con cierta soltura aún sin disponer de una bibliografía a mano. Definitivamente, y utilizo una expresión muy popular de la zona, me había pillado el toro. Con las musas de la inspiración fustigándome, y como a Picasso le gustaba: en pleno trabajo, necesitaba resolver el entuerto sin demora. Dicho y hecho. Me enfundé mi gabán azul Meyba, eterno compañero en mi aventura parisina,  me envolví al cuello mi foulard gris y bajé raudo a la populosa calle. Necesitaba un cibercafé que aplacase mi angustioso deseo de saber. Me veo en mi recuerdo (plano-secuencia general) apretando el paso bajo una fina llovizna, cruzando la Porte de Montreuil y adentrándome por el variopinto XX arrondissement; un barrio lleno de restaurantes rápidos turcos, bazares chinos, y grupos de pícaros holgazanes en las esquinas esperando dios sabe qué. Antes de que la lluvia me calase di con el cyber (otro horrible préstamo lingüístico). Unos cuantos adolescentes se divertían jugando en red, por las imprecaciones que se lanzaban a viva voz la competencia debía de ser dura; el resto de los usuarios, como yo, inmigrantes. Carne de locutorio, vamos. Rodeado de magrebíes, antillanos y algún sudaca perdido me puse frente al ordenador y tecleé en san Google el sublime objeto de mi búsqueda: Historia de San Pedro Alcántara. La luz se hizo. Con avidez descarté varias direcciones con escasa información, al cuarto o quinto intento me sumergí en la página de Rosa Verde. Allí estaba el tesoro que la Red me brindaba para aliviar la tensión de mi búsqueda: biografía del Marqués, los primeros colonos, cómo se configuró la Colonia en sus inicios, su venta, nuevos propietarios… Todo cuanto necesitaba gracias al generoso y desprendido trabajo de quien hoy me pide con humildad una colaboración. Y mil si hicieran falta, José Luis, no sabes el gozo que me embargó descubrir tu paciente labor divulgadora en ese espacio de conocimiento compartido que era la antigua Rosa Verde.

Espero, y con esto quiero terminar, que la nueva andadura de Rosa Verde permita a otros muchos disfrutar con la historia de nuestro pueblo. Da igual que se acerquen por mera curiosidad o por motivos de estudio o trabajo, lo importante es saber que existe un punto referencia de la máxima calidad historiográfica al alcance de todos. Los que militamos en el lado de un San Pedro con identidad administrativa propia, los que nos consideramos sampedreños por encima de todo y enarbolamos con orgullo la bandera de ser y pertenecer a nuestro pueblo sabemos mejor que nadie cuán importante resulta transmitir lo que fuimos, sin ello es imposible construir un futuro común. Ojalá esta iniciativa sea copiada en otros ámbitos, ojalá sirva de acicate para remover conciencias sobre la importancia que debemos darle al pasado como prueba evidente y palpable de que San Pedro fue siempre un lugar con una idiosincrasia muy particular y con una historia independiente (¡que bella palabra!) que merece ser contada, divulgada y aprendida.

La fina llovizna envolvía la cada vez más oscura noche. El olor a kebabs y especias me acompañaba por las calles mojadas en mi paseo de vuelta a casa. Los chinos recogían los mil cachivaches que bajo los toldos y  plásticos ocupaban parte del trottoir, ya nadie se adentraba a comprar en sus tiendas y era la hora del cierre. Algunas parejas se cruzaban en mi camino compartiendo paraguas, abrazos y confidencias cómplices al oído.  Estaba en París, sin lugar a dudas la ciudad más bella y sorprendente del mundo. La misma que  contemplaba mi andar pausado, mi cara risueña por llevar en mi pequeña mochila un puñado de folios que le daba sentido a ese día, y que sirvieron para que durante muchos otros más ocupase mi tiempo creando, imaginando, escribiendo… en una palabra: viviendo.

Exterior. Plano entero, cámara fija en un punto siguiendo al personaje mientras cruza la calle y se pierde en la lejanía. Fundido en negro. FIN. Música y títulos de crédito.

1 comentario
  1. José L. Casado
    José L. Casado Dice:

    La revista Rosa Verde fue un trabajo colectivo en el que participaron además de los maestros del Centro de Educación de Adultos otras personas, como José Edmundo San-Daza Bautista y Manuel Fernández Valdivia.

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