Puerto de Málaga a mediados del siglo XIXPuerto de Málaga a mediados del siglo XIX.

Una apacible mañana de noviembre, allá por el año 1869, se acercaba a San Pedro Alcántara un barco, de nombre Rosario, un flamante vapor en viaje de prueba, cuya función principal consistiría en remolcar otros barcos hasta el Estrecho de Gibraltar.

Había sido construido por una empresa perteneciente a los Loring, quienes junto con los Heredia y los Larios constituían el llamado triángulo financiero malagueño, como miembros más destacados de la oligarquía provincial. Los Loring no desconocían la colonia de San Pedro Alcántara, pues actuaban como banqueros del marqués del Duero, en las remesas de dinero que enviaba éste desde Madrid, para el funcionamiento de la finca sampedreña.

El barco había salido del puerto de la capital malagueña a las siete menos diez de la mañana, se acerba a la colonia. Entre los pasajeros, cuyo número rondaba el centenar, se encontraban el gobernador civil de la provincia, junto con representantes del Ayuntamiento de Málaga, ingenieros, marinos y periodistas. Entre éstos últimos se hallaba Augusto Jerez Perchet, director que sería del periódico local El Correo de Andalucía, cuya crónica (que nos ha sido facilitado por nuestro amigo Paco Machuca) fue reproducida en la prensa madrileña y de la cual hemos extraído los datos para este artículo.

Los viajeros, que fueron agasajados a bordo con bebidas y diversos «manjares» iban disfrutando del paisaje de la costa occidental, hasta vislumbrar los verdes campos de caña de azúcar que indicaban que se aproximaban a San Pedro Alcántara. Así lo narraba Augusto Jerez:

«El viaje fue delicioso. Navegamos cerca de tierra, y a la par que se desarrollaba entre nosotros el grandioso panorama de las aguas, la costa de Poniente iba descubriendo sus accidentadas riberas, sus caseríos, sus colinas, sus cañadas y sus montañas.

Más lejos una amplia extensión de tierra revestida de pajizo y verde claro empezó a atraer las miradas de la caravana. Todos los gemelos se dirigían a aquella rica alfombra que forma un paréntesis entre el color oscuro de los montes y el azul plateado de las aguas.

Era la colonia de San Pedro Alcántara.»

Marcaba el reloj las 10,45 cuando el Rosario fondeó frente a las playas del latifundio, el trayecto había durado cuatro horas menos cinco minutos. Un muelle adornado con arcos vegetales conducían a tierra donde esperaban a los pasajeros varios carros escoltados por colonos a caballo, en perfecta formación, mientras el estrépito de los cohetes y los sones de la banda de música de Marbella ponían sonido de fondo a la llegada. El alcalde de Marbella y el alcalde pedáneo de San Pedro Alcántara daban oficialmente la bienvenida a los visitantes, acompañados del administrador de la colonia, el teniente coronel Ángel María Chacón, que saludaba a todos en nombre de su superior, el general Concha, dueño de las tierras que se extendían a alrededor.

Dejando atrás el paisaje marítimo, vislumbrándose al fondo la mole de Gibraltar y su gemela en tierras africanas, la caravana atravesó los cañaverales, «cuyos tallos verdes y arrogantes terminaban en movibles penachos que el viento de la mañana mecía con regularidad, fingiendo olas rizadas de un lago.»

La entrada a la población se hizo a través de un carril plantado de álamos y después de las casas alineadas de la calle principal de la joven población un arco revestido de ramas y útiles de labranza daba la bienvenida a los visitantes, con letreros alusivos a las autoridades y personal del comercio, la industria, las ciencias o la prensa que habían llegado a San Pedro Alcántara, para llegar finalmente a la plaza, que es descrita del siguiente modo:

«Nada tan alegre ni pintoresco como el conjunto que presentaba. En un frente, y sobre una escalinata de piedra, se alza la iglesia; en el extremo opuesto y en otro de los lados, diversos edificios, cómodos, desahogados, respirando higiene, limpieza y cierto bienestar que se infiltraba en todos los ánimos, que resplandecía en todas las miradas. De trecho en trecho un hermoso grupo de plátanos embellecía el suelo.

En el centro de la plaza, y constituyendo una regular pirámide, hallábanse simétricamente dispuestas multitud de macetas de flores y en otro lado se extendían en crecido número las máquinas agrícolas debidas a los elementos modernos, a cuyo lado formaban las zagalas de la colonia uniformadas con gusto, cubierta la cabeza de sombreros redondos adornados con velos blancos de muselina, cintas y flores.»

Inmóviles y graves, hubiérase creído que eran artilleros de nueva especie, colocados junto a sus cañones; pero ¡qué diferencia!, aquellas jóvenes simbolizaban admirablemente el emblema de la colonia, virtud y trabajo, cuyo título vimos en la fachada de una casa.»

Las aclamaciones de los colonos saludaron de nuevo a los recién llegados, al igual que nuevos lanzamientos de cohetes y sones de la banda de música, antes de entrar en la iglesia, que llevaba pocos meses abierta, pues había sido bendecida en el mes de agosto de ese mismo año de 1869.

En el interior tuvo lugar una ceremonia con tintes de mezcla cívico-religiosa. Y es que a falta de otro edificio más acorde para estos menesteres, el templo se convirtió en lugar de bienvenida para un acto civil, previo al religioso, donde el protagonismo estuvo a cargo de «gigantescas y numerosas cañas de azúcar con sus magníficos penachos, preparadas para un acto conmovedor». Los colonos tomaron las cañas y después de ser bendecidas por Francisco de Paula Urbano, arcipreste de Marbella, fueron entregadas a los visitantes, Mientras, Ángel María Chacón, en nombre del marqués del Duero, entregaba al gobernador una de ellas junto con un trozo de pan, adornados ambos objetos con cintas, como prueba de los productos que se cultivaban en la colonia y testimonio de afecto y hospitalidad.

Durante la misa el periodista confiesa sentirse emocionado, al igual que muchos de los asistentes que derramaron lágrimas al escuchar cánticos donde se unían las voces de los braceros con los de las chicas del pueblo al entonar coplas dedicadas a la Virgen, y cómo no, al patrón de la colonia: San Pedro de Alcántara.

Después de la misa la comitiva se dirigió a uno de los almacenes de la colonia, decorado con cañas y también con madroños, donde degustaron una sabrosa comida cuyo menú estaba redactado de forma divertida. Allí intercambiaron discursos el gobernador de la provincia y el administrador de la colonia, siempre en nombre del fundador de la misma, de quien se recibió un telegrama, para saludar cordialmente a sus huéspedes y que fue contestado con cortesía al momento por el gobernador. El marqués del Duero, ausente, como en tantas ocasiones de su propiedad —en este caso hay que considerar que como perdedor de la Revolución de Septiembre de 1868 se le ordenó el exilio al extranjero, aunque pronto se le permutó por el norte de España, donde halló tranquilo refugio en su finca de Munguía (Vizcaya), y poco después, en la fecha que transcurre este relato, ya se le permitía viajar por todo el territorio nacional—.

Continuando con la narración, sabemos que tras la comida, que estuvo amenizada por el canto de zagales y zagalas acompañados por la guitarra, el hombre más anciano del pueblo hizo un brindis, y como los asistentes quisieron conocer a la persona más joven del lugar, apareció el administrador con una niña de dos años en los brazos. El agradecimiento de los presentes por el agasajo recibido se concretó en una propuesta del gobernador de dotar a la chiquilla con una cantidad de dinero que se recogió en ese mismo momento y que ascendió a 2.000 reales (una nada despreciable suma si tenemos en cuenta que el salario medio podía oscilar entonces entre 5 y 7 reales diarios).

No todo iba a ser festivo. Así que después del almuerzo Chacón condujo a los invitados «a un extenso campo, y allí dióse principio a las pruebas agrícolas. Sucesivamente funcionaron diversos arados, uno de los cuales, llamado monstruo, arrastrado por cinco yuntas de bienes, puso de manifiesto el inmenso resultado que supone la aplicación de la mecánica a la agricultura.»

A la demostración hecha por los zagales sampedreños siguió otra por las zagalas, y es que en la colonia también las mujeres compartían el trabajo en el campo, y también en la fábrica azucarera (aunque ésta le quedaría todavía algún tiempo antes de abrir, ya que se inauguró en mayo de 1871). De este modo, las chicas, que conocían las distintas piezas de las máquinas, su aplicación y los motivos científicos de su funcionamiento, trazaron con banderines líneas rectas, guiaron las yuntas de bueyes y las uncieron y desuncieron, todo ello con una gran exactitud, provocado la admiración de los que contemplaron dichas maniobras.

Y es que para el periodista autor de la crónica «En San Pedro Alcántara observamos con sorpresa el consorcio que existe entre la sencillez de la sociedad primitiva y la ciencia utilitaria del siglo XIX. Allí todos los brazos tienen su empleo; todas las inteligencias su ocupación: cada cual estudia y practica según su edad, su sexo y condiciones, pero todos invariablemente, desde el niño al anciano, realizan en sus respectivas esferas la fórmula ya citada de virtud y trabajo.»

Virtud y trabajo fue el lema elegido por el marqués del Duero para figurar en su emblema, donde figuraba junto con aperos de labranza, una espiga de trigo y una caña de azúcar entre otros frutos de la tierra, además de la imagen del santo patrón. Un lema que recordaba Pérez Perchet, había sido un acicate para desecar zonas pantanosas, mejorar la agricultura, pasar de vivir en chozas a casas, gracias a la labor del marqués, tan alabado por el cronista:

«Si todos los potentados de nuestra maltratada España, si la opulenta aristocracia que hoy vegeta en sus palacios de la corte, comprendiera el inmenso servicio que prestan a su país bienhechores como el general Concha, y fundaran colonias tan importantes como San Pedro Alcántara en las atrasadas provincias de nuestro país, seguramente desarrollarían elementos de prosperidad, no sólo arrancarían del olvido los más nobles sentimientos y multiplicarían los veneros de la riqueza pública, sino que abrillantarían sus escudos con las entusiastas bendiciones de las clases desheredadas que solo necesitan instrucción para conocer y ejercitar la virtud, y estímulo y ejemplo para practicar el trabajo.»

Otra vez la pluma de Augusto Jerez Perchet repite el eslogan del escudo de la colonia: virtud y trabajo. Dos conceptos que deseamos penetren, en este octubre de 2013, en el ánimo de nuestros convecinos, para lograr a través del trabajo bien hecho un San Pedro Alcántara más próspero y más digno.

Al mismo tiempo no podemos olvidar la labor de los pioneros de nuestro pueblo, esos hombres y mujeres que asistieron a la ceremonia de bienvenida a los visitantes llegados en el vapor Rosario el 4 de noviembre de 1869… el día que la iglesia se vistió de caña de azúcar.

JOSÉ LUIS CASADO BELLAGARZA

 

Artículo publicado en el número 5, octubre de 2013, de la revista anual que publica la Hermandad de San Pedro de Alcántara

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