Por Julián Oller, Diciembre 2013

Descubrí San Pedro de Alcántara en 1960 cuando, realizando en Montejaque mi segundo Campamento de Milicias Universitarias, se me ocurrió, en un permiso de fin de semana, bajar a Marbella.

Marbella no tenía, entonces, el glamour que ahora tiene, pero para un «milicio» encerrado varias semanas en el estrecho mundo del Campamento de Montejaque, era todo un paraíso….

Recuerdo que, apenas llegado -un sábado por la tarde y en pandilla con los compañeros con los que había compartido transporte desde Ronda-, salimos a dar una vuelta por el centro de Marbella y, naturalmente, nos sentamos a tomar algo en la terraza del añorado Salduba, desparecido hace ya muchos años. Como no podía ser de otro modo, elegimos la mesa que estaba junto a otra ocupada por tres chicas de nuestra edad y, como tampoco podía ser de otro modo -éramos de infantería y siempre, por tanto, dispuestos al ataque- tratamos de llevar a cabo una aproximación….

En el curso de la conversación, mis recién conocidas amigas eran hermanas y nos comentaron que vivían en San Pedro, pero sin darnos más explicaciones.

Como una de las tres me había resultado especialmente atractiva, es decir, me había hecho «tilín» como entonces se decía, o, como ahora se dice, creo, me «molaba cantidad», tomé la decisión de hacerle una visita antes de iniciar la subida de regreso al «Campamento Montejaque santuario del honor» como decía la canción oficialista y que muchos de los «milicios» transformábamos en «santuario del horror».

Así lo hice y tomé el Portillo encargando a mis compañeros de fin de semana que me recogieran unas horas después para subir con el taxi hasta Ronda.

No sabía dónde vivía mi recién conocida amiga y, para informarme, no se me ocurrió nada mejor que, al bajar del Portillo, en la carretera, entrar en el Kiosko de Gambero -¡Cuántos recuerdos!- y hacer mis indagaciones….. Juan, creo recordar que así se llamaba, me informó debidamente: «Tú te debes referir a las sobrinas de Don Juan Robledano» y me dio los detalles necesarios para encontrarlas: justo en la plaza de la Iglesia, la casa que hay en el extremo opuesto, frente a la Guardia Civil». Y allá me fuí…..

Calle de Enmedio arriba, hasta la Plaza…. localizada la casa, localizada la hermana que me atraía…. Muy amablemente me invitaron a pasar, nos sentamos en el magnífico jardín de la casa y, mi recién conocida amiga me presentó a su familia: su madre Concha, su tía Carmen,…. su tío, D. Juan Robledano había fallecido meses antes y la familia todavía guardaba un cierto luto…. Pasamos un rato de muy agradable conversación en un jardín que parecía un trocito de paraíso…. Después, a la hora prevista, despedida para encontrarme con mis compañeros en la Plaza, no sin antes haber obtenido la pertinente autorización para repetir la visita….

Y la visita se repitió…. y dos años después, en Diciembre de 1962, en la Iglesia de San Pedro, nos casaba Don Francisco Espada.

El pasado año celebramos nuestras bodas de oro. Nuestros tres hijos, con sus esposas, y un buen puñado de nietos, estaban presentes…. Durante todos estos años, 53 desde mi descubrimiento, hemos regresado a San Pedro -residimos en Valencia- casi todos los años y he sido testigo de su evolución urbana y humana…. Trataré de recordar el máximo de ellos para irlos aportando al blog.

Julián Oller, Diciembre de 2013

Por Antonio Mata Núñez, que vivió cuatro años en San Pedro Alcántara, a finales de la década de 1950.

Hoy, como todos los años que vivo en Alicante, durante estas fiestas de Navidad, recuerdo las pastorales vividas en Marbella y sobre todo en San Pedro Alcántara. Salíamos a cantarles villancicos a los vecinos, y nos invitaban a pastas, licores o nos daban monedas. Como han cambiado los tiempos, probablemente ya no se celebre. Aquí en Alicante nunca vi nada de esto.

Sobre todo, me acuerdo de dos instrumentos, que nos hacíamos nosotros. La sonaja y la zambomba. Esta última las hay en todas partes, pero no eran como aquellas, tan grandes como nosotros. Cogíamos una pitera, a poder ser seca. Le arrancábamos todas las hojas de la pita, la vaciábamos por dentro dejándola hueca y en la parte más estrecha le colocábamos la piel de conejeo y el carrizo. Debido a su forma tenía una caja de resonancia perfecta.

En cuanto a las sonajas tampoco las he visto nunca en otro lugar. Eran cuatro círculos de alambre, a los que se les colocaban las tapas y culos de los botes de conserva abiertos, de la misma forma que están en las panderetas, como si fueran tres panderetas juntas. Para poder empuñarlas, se le enrollaban trapos atados. Se les hacía sonar girando la muñeca, igual que la pandereta, pero sonaba muchísimo más al ser mas grandes las chapas que chocaban entre sí.

Recuerdo que la mujer del policía, que en aquella época vino de La Línea de la Concepción a San Pedro Alcántara nos enseñó un villancico, el cual lo estuvimos ensayando arriba del colegio por lo menos un mes. Decía que siempre cantábamos los mismos villancicos, que este iba a ser distinto.

La letra, aunque a mi mujer alicantina no le gusta, a mí no sé si por recordarlo más de 50 años me encanta. Espero que también lo puedan recordar, los diez o doce niños que lo ensayábamos, incluido el hijo del policía.

En la enramada, canta un pajarillo,
que con su trino quiere alegrar,
la grandeza de aquel nacimiento,
de María Madre Virginal,
el campo florecido,
parece, parece, que en primavera está.
 
Qué hermosa flor,
entre todas las flores,
Tú eres el hijo de Dios,
rey de los corazones.
 
Nacido de Santa Madre,
porque el cielo lo envió,
al mundo vino ese niño
y del mundo, fue pastor.
 
Los ruiseñores, cantan de alegría,
suenen panderetas,
suenen castañuelas,
que ha nacido el Mesías.
 
La fotografía corrresponde al belén montado en la iglesia parroquial de San Pedro de Alcántara en las Navidades de 2011 por Pedro Infante (Hermandad del Patrón)

Dicen que era el mayor tesoro, sobre todo de monedas de oro y de plata, que cruzó el Atlántico, el que transportaba el navío San Pedro de Alcántara. Salió de El Callao (Virreinato del Perú) en abril de 1785. El exceso de carga y las malas condiciones del buque obligaron a una escala en Río de Janeiro para repararlo, de donde zarpó de nuevo con destino a la metrópoli. Pero en vez de llegar a Cádiz, en una noche de mala visibilidad se estrelló en la costa portuguesa, en las rocas de Peniche, al norte de Lisboa, el 2 de febrero de 1786.

Francisco de Goya, pintor en 1808 de las gestas heroicas de los madrileños contra los invasores franceses, plasmó unos años antes, en 1794, las terribles escenas del naufragio del San Pedro de Alcántara. Un cadáver desnudo, una mujer desesperada que clama al cielo, y otras personas entre las piedras nos recuerdan los más de cien ahogados, entre ellos muchos prisioneros indígenas partidarios del rebelde Túpac Maru.

La Corona española organizó enseguida el rescate del valioso cargamento, recuperando su mayor parte, y también 62 de los 64 cañones del barco. Aunque todavía, en nuestros tiempos, permanecen algunos restos del naufragio bajo el mar.

Hace algún tiempo, el gran aficionado a la historia de la Armada española y a la historia de San Pedro Alcántara, Francisco Gómez Reynaldo, nos hizo llegar un esclarecedor artículo sobre este trágico hecho, publicado en el número 67 de la Revista de Historia Naval, que el lector interesado puede consultar en la web correspondiente del Ministerio de Defensa.

Por José Antonio Moreno Durán

A finales del año 2011, cerró sus puertas uno de los bares «míticos» de San Pedro Alcántara, el Bar Hnos. Espada, sito en la calle 19 de Octubre, justo enfrente de la oficina de Correos. La mayoría de sus asiduos clientes lo conocían como el Bar del Rata, cariñoso apelativo o sobrenombre de su último propietario, Salvador Espada Haro, quien lo regentó en exclusiva desde principios de la década de los noventa. Pero la historia del bar se remonta al año 1967, cuando Miguel Espada Moreno –—padre de Salvador— lo inaugura. Miguel, natural de la colonia de El Ángel, fue siempre hombre emprendedor y compaginó su actividad hostelera con el desempeño de su labor como transportista. Así que en la práctica fueron sus hijos y su mujer —Ana Haro—, los que de una forma y otra también contribuyeron al funcionamiento del negocio. No deja de ser un dato anecdótico, pero es necesario recordar la relación familiar de Miguel Espada con su hermano Salvador, propietario del salón de baile llamado del Ratón (apodo de toda la familia por esa rama), lugar destacadísimo para al menos un par de generaciones de sampedreños, ya que su salón de baile o recreativo era el lugar de encuentro de la juventud allá por los años 1950-1960. Se encontraba dicho salón en la avenida Oriental, entre las actuales calles de Antonio Martín y Don Vito, y no solo congregaba a los naturales del pueblo, pues su fama era tal que atraía a jóvenes de Marbella y del término municipal de Estepona, quienes con el pago de una módica entrada podían tomar unas copas y bailar en pareja al son de una orquesta, sin sobrepasarse demasiado según marcaban las costumbres y preceptos morales de la época, a veces celosamente vigilados por el propio cura párroco. Con el paso del tiempo, y la desaparición progresiva de este tipo de locales, el salón se convirtió en los 70 en la escuela del maestro Aranda.

El cierre del Bar Hnos. Espada parece que también anuncia el fin de un tipo de establecimiento del que cada vez quedan menos ejemplos en San Pedro. Son bares del pueblo, con una concurrencia que abarca toda la escala social, ajenos a modas decorativas, y escenario de ávidas discusiones o tertulias. Salvador Espada, defensor infatigable de causas perdidas, supo impregnar de su particular forma de ser un café, un bar, que trascendía lo meramente comercial hasta convertirse en una extensión más del ámbito personal de aquellos que lo frecuentaban.

Como buen bar con solera, ha dejado también testimonio literario en la novela Historia Casual de San Pedro:

«Después de mi obligada siesta adopté la costumbre de tomar café en el bar del Rata, oficialmente conocido como bar Hermanos Espada. Semejante costumbre fue secundada por mi grupo de allegados, citándonos tácitamente a eso de las cuatro de la tarde. El cafetín constaba de dos salas, en una de ellas encontrábamos una mesa de billar pool 8, típica de los pubs británicos, que algún avezado comercial había importado a la zona, haciéndose muy popular su juego, evidentemente con reglas diferentes a las oficiales, motivo de eterna discusión con los ingleses que de vez en cuando nos retaban. La otra sala era el bar propiamente dicho. Disponía de una zona para los clientes con dos mesas de plástico blanco y cuatro sillas vulgares, una barra en forma de ele con friso de azulejos rematada en la parte superior con madera de formica beige, y unos cómodos taburetes tapizados en cuero negro desgastado. Detrás de la barra contemplábamos el otro sector ocupado por una espaciosa cocina-despensa-sala de frigoríficos, con anaqueles desvencijados de pintura imprecisa que acumulaban polvo y botellas en igual proporción, el poco espacio libre de la pared exhibía un reloj en forma de tonel con las agujas señalando la misma hora desde el día en que Jesús Gil llegó al poder, y por supuesto, como no podía ser menos en semejante antro, la puerta de acceso a un patio interior permitía colgar de una alcayata un gran almanaque promocional de alguna tapicería o almacén de frutas cuya foto nos mostraba los encantos bien a la vista de una hembra de bandera. Puede que lo más llamativo en el orden estético fuese la estantería que había justo frente a la puerta de entrada, donde Salvador tenía ordenada su cubertería y vajillas, con la excepción de las dos últimas secciones dedicadas a la particular colección de su mini museo erótico. Para entender esta afición hay que conocer al personaje: de talla mediana, cetrino de piel, robusto y fuerte, con cabellera azabache lacia y raya al lado, de ojos expresivos, con varios lunares enormes en la cara (…). Con semejantes antecedentes no era de extrañar su desmedida afición a determinados objetos sexuales, dándose el caso de que sus muchos amigos, conscientes de esa pasión fetichista, le traían después de cualquier viaje una pieza para que integrase su exposición (…). Un arsenal a la vista de cualquier valiente que franquease la puerta. Porque claro, no es uno de esos sitios en donde uno se atreva a entrar así como así, hay que estar en sintonía con el dueño para que te atraiga; pasado el umbral, y en confianza mutua, la atmósfera te magnetiza. Puedo afirmar que he pasado deliciosas tardes en semejante cafetín.

(…)Me había levantado más temprano que de costumbre, sobre las diez, tampoco era cuestión de exagerar. No hubo desayuno en casa, después del aseo personal fui directamente a nuestra subsede, el bar del Rata. Normalmente, a esas horas matutinas su clientela fija viene y va, saboreando sus pringosos molletes y ese maldito café perruno. Por allí pasa un gentío ecléctico que engloba desde el arquitecto engominado que viste pantalones de pinzas Dockers y polito Ralph Lauren hasta el basurero con traje de faena verde fosforescente, entremedio de esos dos topes encontramos bancarios ludópatas que aporrean la maquinita tragaperras apurando los minutos de su descanso matinal, carteros somnolientos, o los inevitables guiris que aprovechando alguna gestión en la vecina oficina de Correos tontean con el paisanaje local entre lingotazo y lingotazo de coñac. El estrafalario conglomerado humano que da fama al local estaba siendo engullido por los nuevos elementos atraídos al son de la carrera electoral. Aquello se había convertido en un circo, por allí circulaba cualquiera que tuviese algo que ver con la oposición política. Los conciliábulos se sucedían mañana y tarde, sin pausas. “Rata, tú con tres elecciones te forras, desde que han empezado la campaña aquí no cabe un alfiler”, se quejaba amargamente y con cierta sorna uno de los míticos del lugar, molestado sin duda, por la repentina afluencia de politiquillos de cualquier pelaje.»

Aún hoy, a pesar de la urbanización vertiginosa y voraz de la Costa del Sol Occidental en el último medio siglo, es posible encontrar lugares, cada vez menos y más escondidos, donde se respira el aire tranquilo de lo rural, de ese mundo irremediablemente perdido de paisajes hechos a la medida del hombre.

Uno de esos lugares es Cortes, la milenaria alquería morisca, a medio camino entre las ciudades musulmanas de Marbella y Estepona, y también a medio camino entre el mar y la fortaleza de Montemayor.

En la actualidad es epicentro de distintas urbanizaciones, distribuidas entre los términos municipales de Benahavís y Estepona, pero conserva huellas de su pertenencia a la colonia agrícola de San Pedro Alcántara, desde que fue adquirida en 1859 por el marqués del Duero al gran propietario de las fértiles tierras que se encontraban entre los ríos Guadalmina y Guadalmansa: el conde de Luque (heredero de los todopoderosos señores de Benahavís).

De todo eso habla, y casi canta, al pregonar José Antonio Moreno Durán la primera Verbena de Cortes. Gran conocedor de la historia de estas tierras y autor de la novela Historia casual de San Pedro, vecino enamorado de esa segunda trinchera, serena y humana, del traspaís costasoleño, que es el antiguo Cortijo de Cortes.

Texto del pregón